domingo, 27 de septiembre de 2009

EL SEÑOR KORDURAS Y SU TIEMPO (1990). CAPÍTULO 2

II.- DE CÓMO ENTABLÉ AMISTAD CON EL SEÑOR FERNÁNDEZ, DE LA SOCIEDAD SECRETA Y LAS NALGAS DE JUANA.

Hace unos meses me encontraba yo en la Duda: la duda respecto atodos y a todo. Había supuesto conocer a Korduras un terremoto en mi pacífica existencia. Paseando una mañana por el centro urbano acerté a descubrir tras lo visillos de los pringosos cristales de una cafetería al señor Fernández sumergido en un periódico, con sus gafas desenfundadas en la mano izquierda, y un café con leche en la derecha que intentaba llevarse a la boca, sin mirar. Aquel era el momento idóneo para entablar amistad con Fernández, y así conseguir llegar al señor Korduras para que me abriese los ojos a la vida. Decidido entré en el café, me aposté en la barra y pregoné mi deseo a los cuatro vientos de tomar un descafeinado. El camarero solícito atendió mi petición, mas el Señor Fernández no se inmutó, lo cual me desalentaba. Tenía que atacar directamente al bueno de Fernández.

-¡Hombre¡ ¡Amigo Fernández!

El Señor Fernández, tan sencillo, tan humilde, tan poquita cosa, miraba de reojo alrededor, manoseaba el periódico abierto eternamente por la página de deportes, y en voz queda susurraba:

- Perdone, pero ¿es a mí?

Y se reconocía ahí al bueno de Fernández. Se veía asomar en el bolsillo de su pulcra camisa el bolígrafo azul y verde, publicidad de la caja de ahorros donde, desde su tierna adolescencia, ejercía como cajero de tres al cuarto. Bolígrafo siempre dispuesto para resolver un
crucigrama a las horas de hastío en el cuarto de baño o para ser prestado a Korduras para que plasmase una genial idea en la servilleta de un bar, y así perderlo para siempre.

- Coño, Fernández, ¿no me reconoce usted? Nos vimos el pasado miércoles. Fui yo quien introduje a don Juan Luis en la ambulancia.

Fernández no entendía nada.

- Pues...- casi dijo, temiendo hablar más de la cuenta.

- Me gustaría invitarle a un café.

- Si se empeña – Fernández, que no puede negar nada a nadie, tan modoso él, seguía reticente. Su fidelidad a Korduras le impedía dar cuartel a cualquier espabilado que se atreviese a
decir el nombre de don Juan Luis alegremente por las barras de los bares.

- Usted...ya entiende ¿no? – le dije de manera confidencial.

- Pero... ¿Qué dice?- Fernández se sublevaba tras la trinchera de sus gafas.

- Quiero decir -e hice más íntima la voz- que he hablado lo suficiente con don Juan Luis como para entender... Ya sabe... Que veo todo un poco más claro... -dije a modo de contraseña.

Fernández salió de su escondrijo, bajó el periódico, la guardia, el tono de voz. Se quitó las gafas, acompasó la respiración y se le iluminaron los ojos. Una frase tan de Korduras... Todo un poco más claro, incluso en sánscrito reconocería el bueno de Fernández la entonación precisa
que esa frase ha de llevar consigo... Todo un poco más claro, celestiales palabras, suprema contraseña que nos unió para siempre.

Hablamos largo rato, no se tenía noticia de que don Juan Luis Korduras ejerciese trabajo alguno, se sabía de su ascendencia austrohúngara, entroncado en alguna rama nobiliaria desaparecida
tras la Gran Guerra y venida a mucho menos en el transcurso del siglo XX. Se sabía que poseía una casa en el barrio antiguo, que adquirió su padre cuando le tocó una participación en la lotería del cincuenta y seis, y que, aún no poseyendo título universitario alguno, su calidad personal le revestían para discutir con cualquier encumbrado y docto estudioso. Pues frente a los premios del científico oponía él su títulonobiliario –vanos reconocimientos ambos, decía, otorgado el uno por la explotación de la sangre y otro por la explotación del seso– y en buena razón lo decía.
Me explicó Fernández cómo conoció a Korduras. Un antiguo compañero de la Academia Isidoriana, Pepiniqui Agudo, a quien recordaba por su pasión por el esoterismo, le invitó una tarde a tomar una copa en un local. Le habló de sociedades secretas, de la preocupación por la ignorancia humana y algo relacionado con la quiromancia, o eso entendió el cajero. Aceptó acompañarlo el bueno de Fernández, que tan sencillo, tan humilde, no podía negar nada a
nadie. Le llevó el amigo, que luego desmitió lo de la quiromancia para tranquilidad de Fernández, a aquel tugurio incrustado en los sótanos de una vieja fábrica de cemento. Y al entrar entre el humo de tabaco y las medias luces, vio al señor Korduras de pie sobre una mesa arengando al personal sobre la inmoralidad del matrimonio.

El señor Fernández, sorprendido por aquella manera de desgranar y enhebrar verdades esperó a que Korduras terminase su soliloquio. Arrinconado, encaramado a un taburete de madera, bebía su tibio café con leche de siempre mientras los miembros de aquella extraña Sociedad iban haciendo mutis por el foro, despidiéndose con abrazos y dando vivas a las nalgas de Juana, para así engañar a la falta de trajín sexual, que a todos atenazaba.

El compañero de la Caja de Ahorros le invitó a departir en la mesa donde se encontraba, ya sentado Korduras, y les presentó. Fernández, temeroso, tendió su mano y se sentó discretamente fuera de los claros de luz, para evitar mostrar a la concurrencia lo coloreados que se encontraban sus carrillos. El Señor Korduras y el Señor Agudo se enfrascaron en una conversación. Un nuevo plan.

Fernández atendió al coloquio, que resultó ser un monólogo de don Juan Luis y asintió humildemente cuando se le invitó a tomar parte del nuevo plan, que sería como un bautizo de fuego en la Sociedad, el viernes siguiente en la calle Mayor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario